CARTA DE UNA DESCONOCIDA
Mi padre estaba ordenando el fondo oscuro de una
estantería del comedor cuando descubrió una vieja carta. Yo trataba de ayudarle
en la tarea doméstica. De pronto clavó su mirada en un sobre que estaba gastado por el tiempo amarillo. Primero esbozó una sonrisa tímida, después noté una
sombra de contrariedad. Ambos gestos me sorprendieron pues él siempre solía ser
flemático y ahora su rostro
dimanaba una intensa expresión. Estiró el brazo con el fin de entregarme la
misiva cual si la hubiera sacado del vetusto baúl de los recuerdos. La sostuve
entre mis manos sin comprender la razón de ese obsequio y el valor sentimental
que parecía conferirle. Antes de empezar a leerla aclaró que estaba dirigida a
mí. Sacó una cuartilla del sobre y leyó con voz templada: “Querida Estrella. Supongo que si estás leyendo estas líneas es porque
ya habrás aprendido a leer. Pero si aún tienes dificultades pídele ayuda a tus
padres para que puedas saber lo mucho que me acuerdo de ti. Ya tienes seis años,
qué mayor eres. Muchas felicidades por tu cumpleaños. Cuídate. Besos, Irene.”
Tras concluir
la lectura estuve paralizada porque no conocía a aquella mujer. Habían pasado
dos lustros desde aquella felicitación. Sentía curiosidad por ella, noté su
cercanía, transmitía calidez en las pocas líneas escritas. Mi padre se percató
de que ignoraba la carta así como también la existencia de Irene. Me miró mientras
sus ojos seguían brillando con una intensidad inusitada. Luego explicó que era
mi madrina de bautizo de la época que vivíamos en Elche. En aquellos años, mi
padre era el gerente de una empresa de curtidos y nuestra casa se encontraba
pegada a la misma fábrica. Irene era su secretaria, por lo que resultaba fácil vernos
todos los días. Con el paso del tiempo fue muy querida, despertó mucha simpatía
en nuestra familia. También me dijo mi padre que ahora vivía aquí, en Murcia,
trabajando en el gabinete de comunicación del ayuntamiento. La aparición de Irene
en mi vida me generó mucha curiosidad. Quería saber más, deseaba ponerle
rostro, voz, piel, ojos. Ella estuvo viviendo con nosotros y, de pronto,
parecía haberse evaporado. Mi padre solo conservaba de Irene una foto gris, en
blanco y negro, de mi bautizo que me mostró después de contarme sus
circunstancias actuales.
Unos días más tarde acudía al ayuntamiento con la
carta en mis manos. En la entrada de las oficinas fui atendido por un bedel.
Pregunté por Irene Ríos y el hombre me informó de que estaba almorzando, que no
tardaría en volver. Durante el tiempo de espera sufrí un ataque de nervios; caminé
de un lado a otro de la sala. Me sentía ridícula en aquel lugar, no sabía muy
bien qué iba a decirle. Además, planeaba por mi cabeza el motivo de su
alejamiento de nuestra familia. Al cabo de unos minutos aparecieron tres
mujeres de unos cuarenta años. El bedel se acercó a ellas para luego decirle a
la que estaba en medio: “Irene, esta chica quiere verte.” En un tono dulce y
parsimonioso Irene me preguntó qué era lo que deseaba mientras su rostro manifestaba
a todas luces extrañeza. Hubo un largo silencio. Enmudecí. No sabía cómo
empezar. Alcé la carta que tenía en mis manos y se la entregué. Irene la cogió aún
sorprendida por mi presencia. Sin acabar de leerla soltó una sonora exclamación
y me abrazó. El bedel y sus compañeras se quedaron atónitos. Irene contuvo la
emoción y tranquilizó a sus compañeros advirtiéndoles que acababa de conocer a
su ahijada y necesitaba salir unos
minutos para hablar en privado.
Irene y yo nos acercamos a un café próximo al
ayuntamiento. Nos sentamos y pedimos unos refrescos. Ella me miró, esbozó una
sonrisa, preguntó cómo estaba y cuántos años tenía. También quiso saber las
novedades de mis padres y hermanos. De pronto me sentí incómoda, no cesaba de
rondarme el motivo por el cual había ido a conocerla. Era consciente de que
podía ser violento preguntarle por qué no visitaba a nuestra familia. Pensé que
tal vez era una pregunta íntima, pero deseaba conocer quién era ella realmente.
Había sido una presencia notable en los primeros años de nuestra infancia y
luego desapareció de nuestras vidas de forma abrupta. Irene mantuvo la mirada
cuando escuchó mi pregunta. Hizo un breve silencio buscando las palabras
adecuadas para que estas no resultaran desabridas. Ella se removió en el
asiento y en su rostro tenso aprecié una mujer herida. Por sus labios
comenzaron a brotar unos recuerdos oscuros que habían sido velados en su
corazón. Justo en ese instante comprendí que para mi padre Irene fue una flor
en la sombra.
Pablo Ferrando García
Valencia, 7 de febrero, 2020