jueves, 10 de marzo de 2016

HOTEL


Llevaba ya tres días sin dormir, en algo que fuera parecido a una cama. Horas y horas al volante … conducir era lo único que en ese momento, apremiaba, parando lo mínimo a repostar, estirar un poco las piernas, echar una cabezadita de vez en cuando y de nuevo seguir avanzando, siempre hacia el Este. ¿Por qué tantos kilómetros en coche? Intentaba no dejar rastro en las listas de pasajeros de vuelos internacionales, además no tenía visado.




Primero pasé a Francia, luego a Italia, Eslovenia, Croacia, Hungría y por fin había entrado ya en Ucrania. Ahora solo quedaba llegar a aquella península situada al norte del Mar Negro. Pero me sentía débil por haber perdido bastante sangre de aquella herida, por fortuna superficial, sufrida días antes. No tenía claro si alguien seguía mi rastro. ¿La Interpol? ó quizá algún esbirro de la propia Krisha, que como en los toros, hubiese visto la faena desde la barrera. Después de la reyerta, me había esfumado, sin pasar por casa para recoger siquiera algo de ropa. Manchado de sangre todo el asiento y aunque me había cambiado varias veces de camiseta, no terminaba de pasar desapercibido, sobre todo por llevar una bala, que en la huida, había agujereado el portón trasero de mi coche.

El caso es que ya estaba cerca y debía hacer un último esfuerzo antes de reencontrame con Nicolette. ¡Cerca, por decir algo! pues aún debía recorrer unos 600 km y bien sabía que me encontraba en territorio hostil. Para estar más presentable al día siguiente, buscaría un hotel en aquella ciudad que de niño había visto en alguna película de la II Guerra Mundial. Me traía viejos recuerdos. Nostalgia de algo tan lejano, que jamás había conocido y que ahora pasaba a ser, el puerto de mayor negocio criminal del mundo: Armas para África, tráfico de personas procedente mayormente de Asia, heroína de Afganistán y gestionado todo por los rusos. Pero la ciudad era muy grande y nadie de la división portuaria, entendía yo que me podría reconocer.

Pasada la media noche, llegué muy cansado. Aquella oscura y sucia ciudad portuaria, apenas tenía luz en las calles y muchas avenidas estaban sin asfaltar. Crucé varias vías de tren, que nacían o morían en aquel puerto de aquella triste ciudad, que jamás llegaría a conocer… Las indicaciones en cirílico, lo complicaba todo aún más. No sabía interpretarlos bien ¿anunciaría alguno de aquellos letreros un hotel? ¡Qué coños sabía yo! Solo necesita uno modesto y tranquilo, donde pasar desapercibido, por mucho que un Golf con matrícula española y las pintas que pudiera llevar, hiciera complicado esa intención.

Me fié del azar, dejando a un lado las avenidas principales y me metí por calles más estrechas, oscuras y desérticas. Terminé en una placeta cerrada, con un único callejón de entrada y salida, donde sentados en varias cajas de madera, se encontraba jugando a las cartas, una siniestra cuadrilla. El ruido del motor y las luces del coche delataron inmediatamente mi presencia. Todo aquel grupo, se levantó y comenzó a mover los brazos, saludándome e indicando dónde debía aparcar. En uno de aquellos saludos, pude distinguir el brillo de un arma de fuego, que llevaba por la cintura, el tipo más delgado. Nada bueno podía esperar de aquella gente, de esa inhóspita placeta, de aquella desapacible ciudad.



Saludando a todos e indicando que, “casi mejor”, aparcaba al lado contrario del que ellos sugerían, terminé dando un giro de 360º, primero muy despacio, luego acelerando más y más. Pude salir afortunadamente de aquella siniestra placita por donde había entrado. Mirando por el retrovisor, todos hacían aspavientos, alguno se agachaba para recoger y lanzar alguna piedra. De nuevo volvía a escaparme por los pelos. Me costó tiempo salir de Odesa, dando mucha vuelta, esta vez sin dejar nunca las grandes avenidas.

Aquella noche tampoco dormiría en una cama de hotel. Ni bueno ni malo, ni limpio ni sucio, ni caro ni barato.

Ernesto Ferrando
Valencia, Agosto de 2005



sábado, 5 de marzo de 2016



HOTEL


Una emoción gestada seis meses antes en una red social sacudiendo el instante que ahora vive; un presente clandestino que quiere perpetuar cuando siente los besos en su espalda.


-Despacio, por favor –dice-, y él mengua su alocado ritmo para adaptarse a sus deseos.


La ropa descuidada por el suelo le hace creer durante un segundo que no es ella quien se encuentra allí, y por primera vez percibe belleza en el desorden.




Amparo Soler