domingo, 25 de agosto de 2019


LA CUESTIÓN HUMANA

Salía conmocionado de ver la película. La pantalla en negro y los sonidos que habían desfilado durante los últimos instantes golpearon mi conciencia. Nada más salir de la sala y alcanzar el hall, me sentía una persona diferente de la que había entrado a ver el filme francés. En ese instante tuve una ilusión óptica: estaba viéndome a mí mismo, en dirección contraria, acercándome como un zombie, que trataba de ver la película. El rostro que tenía ante mí era inexpresivo, contrastaba con el ánimo apesadumbrado que tenía tras la proyección. Fue en ese momento cuando presente y pasado se cruzaron en mi camino. Entonces caí en la cuenta de que gracias al dolor de la verdad me sentía más vivo que nunca. Comprendí el valor de las palabras, de la memoria y como el pasado se refleja con nitidez en el presente. Al salir a la calle, una bocanada de aire fresco me dio en la cara; el fragor de la gente que iba y venía me ayudó a salir del ensimismamiento.


Pablo Ferrando García
                                                                                          Patacona, Valencia.  2/3/2019






EL CIELO PUEDE ESPERAR, EL DIABLO DIJO NO.


Mis ojos se entreabrieron sin saber muy bien dónde estaba. Unos segundos más tarde advertí, con enorme alivio, que había sobrevivido a la operación de corazón. No sabía cuánto tiempo pasé durmiendo por el efecto de la anestesia, aún me encontraba somnoliento. Tenía una sensación ambivalente: por un lado, me sentía extrañamente contento al ver que había superado la delicada intervención; por otro, empezaba a notar una enorme fragilidad en mi cuerpo, como si me hubiese arrollado una apisonadora. Acusaba una fuerte opresión en el pecho y a la vez era renuente a pensar que me encontrase en la Unidad de Cuidados Intensivos. En efecto, no era un sueño, descansaba en una cama de hospital.


Conforme me iba despejando observaba, de manera periódica, movimientos agitados en la sala. Iban y venían enfermeros, médicos, especialistas; todos ellos procuraban atender de forma presurosa a los enfermos. De vez en cuando, entraba un paciente recién salido del quirófano. Cuando llegaban a la estancia las enfermeras y los cirujanos desfilaban casi de forma marcial. Los sanitarios acompañaban al enfermo postrado en la cama hasta situarlo en un rincón. Entonces se producía un frenesí de gestos y movimientos de los enfermeros mientras los cirujanos eran testigos del ritual sanitario. Toda la actividad se producía delante de mis narices, pero lo veía borroso por la miopía que padezco desde joven. Sólo veía unas manchas verdes estáticas y otras blancas que se movían con extraordinaria celeridad. Sin embargo, veía lo suficiente para comprender lo que sucedía en cada momento.
Pasadas unas horas la sala se encontraba inusualmente tranquila. Las enfermeras descansaban en el gabinete de reuniones, situado a la izquierda de mi cama. En ocasiones las vistas resultaban tan vaporosas como fantasmagóricas por la morfina que me habían dado para sobrellevar lo mejor posible las primeras horas del postoperatorio. De forma repentina vi desfilar, otra vez, a un equipo de enfermeros encabezado por un par de cirujanos que acompañaban al paciente recién salido del quirófano. Colocaron la cama a unos pocos metros de la mía. Incorporaron los goteros y pusieron una mampara con el objeto de proteger su intimidad. Veía sobresalir brazos, pies y cabezas moviéndose por encima del parapeto improvisado a una gran velocidad. Los cirujanos, vestidos de verde y situados delante de la cama del enfermo, asistían quietos al ceremonial de las primeras atenciones clínicas. Tras acomodar al paciente, el cuerpo sanitario se marchaba de la sala. Pasaron unos minutos y dos enfermeros, en forma de nubes blancas y difusas, acompañaban a dos hombres de diferente tamaño y altura hacia la cama del paciente recién operado. Había un hombre delgado y alto y otro más grueso y bajo. El hombre escuálido se quitaba la cazadora, se pasaba su mano derecha por la calva. El acompañante, bajito, moreno y de corpulencia normal, estaba erguido. De pronto el hombre alto y delgado se desmoronaba. Dos enfermeros próximos a ellos acudían, como un rayo. Le apoyaban sobre un sofá y le obligaban a levantar los pies. El enfermero que lo atendía se movía con aires coreográficos, parecía estar bailando alrededor del hombre desmayado. Sin embargo el sanitario perdía el pie, realizaba un gesto brusco y se desequilibraba cayendo al suelo. Cuando intentaba levantarse comenzaba a cabecear en señal de aturdimiento. Dos compañeros le socorrían, trataban de levantarle los pies poniéndolos en paralelo a los del hombre alto y delgado. Pero ambos chocaban sus cuerpos al tratar de ayudar al compañero desfallecido.
Mientras observaba la escena me evocaba, por la absurda situación y por su carácter teatral y tragicómica, a esas estrafalarias y magnéticas imágenes de Roy Andersson. Una enfermera joven se acercaba a las pantallas situadas a mi lado donde informaba de la tensión y de la presión sanguínea. Luego dirigía una mirada serena y segura para decirme que el diablo dijo no al mal sueño de la vida, que el cielo puede esperar.

Valencia
16 de julio, 2019