jueves, 28 de mayo de 2020

PASIÓN


Racing club de Avellaneda es una pasión para sus seguidores. Dice en una escena de El secreto de tus ojos: ¿Qué es para usted el Racing? Es una pasión ¿Qué es para usted una pasión? Una pasión es una pasión.

Y ¡si señor! una pasión es una pasión y todos sabemos que sin pasión la vida es demasiado sosa.

La pasión es esa energía que nos hace seguir viviendo, que nos hace sentir que pertenecemos a este mundo, que nos da un motivo para seguir.

Las cosas con pasión se notan. Cuando ves que lo hace uno, su energía se transmite como un halo que lo envuelve.

Siempre vemos pasión, pasión que tienen otros. Tenemos que guardarnos un poco de pasión para nosotros, para la familia, los hobbies -deporte, música, cine, lectura, teatro-pero sobre todo para el amor.

En esta cuarentena de cien días, he visto esa pasión en la persona de Daviz Muñoz, algo que te transmite. Será su juventud canalla o La Pedroche provocativa... Todo junto, que transmite esa creación de los genios. Son unos privilegiados, oyen una sinfonía cuando ven un piano o un cuadro, mientras se pasean por la playa y el sol se refleja en el mar.




Pues estos privilegiados saben a que sabran sus platos mientras pasean por el mercado. Su privilegiada sensibilidad más su desbordante pasión transforman el sentido de la vista en el sentido del gusto.

Pero, si tengo que hacer el ranking, no hay mayor acto pasional que el que se da en un beso.

P. D. Con rosca.

Carlos Aguilar
Mayo 2020

lunes, 4 de mayo de 2020

ATRAPADA EN EL TIEMPO

A Marisa, inspiradora de este cuento.



Cierro los ojos durante unos segundos y me pregunto si todo lo que estoy viviendo y sintiendo forma parte de una ensoñación, tal vez de un recuerdo, ¿o es un déjà vu? Atisbo el camino de un parque mientras paseo con Bob, mi pastor alemán. Al final del mismo veo a dos niñas solitarias correteando en una suave mañana primaveral. Disfruto de una brisa que acaricia mi rostro envejecido cuando al final del sendero por el que camino observo a las dos niñas morenas, de unos ocho o diez años. Ellas perciben mi presencia y llegan raudas a sentarse en unas sillitas de madera. Esperan a que me acerque a un par de metros para que puedan efectuar un gesto con las manos simulando unos policías de tráfico, indicándome que me detenga mientras mantienen una sonrisa tímida. Hago caso a la orden gestual marcada por ellas y acto seguido encienden un pequeño altavoz sintonizado con el móvil que llevan en la otra mano. Comienza a sonar el conocido tema de bienvenidos al Kit Kat Club de Cabaret al tiempo que se levantan de sus minúsculas sillas con extraordinaria resolución. Siguen el ritmo de una coreografía vitalista emulando a la de las bailarinas de la película. Mi sonrisa se transforma en una carcajada de complicidad con las pequeñas. Se han puesto unos bodies, mallas y zapatillas de ballet negras para la función. Estoy maravillada del sentido armónico del baile formado por el dúo así como también por el enorme desparpajo que exhiben. Cuando acaba el baile apagan el altavoz y se acercan a mí, sonrojadas, elevando las dos al mismo tiempo la palma de sus manos para solicitar una propina por el espectáculo realizado. Durante unos segundos todas nos quedamos petrificadas. Yo no sé qué decirles. No dispongo de dinero para darles una gratificación. Por un momento cierro los ojos y me doy cuenta que el fresco olor matinal me resulta ilusorio, como si estuviera envuelta en un intenso sueño voluptuoso. Entreabro los párpados y percibo la presencia difuminada de las niñas. Entonces cobro conciencia de lo incómoda y nerviosa que estoy al constatar que no puedo gratificarlas, que no cumplo con el protocolo del espectáculo y siento lástima por ellas. Mis manos comienzan a sudar, a sentirme ridícula, como cuando tenía que dirigir a mis hermanos en el coro de los villancicos en la Nochebuena de principios de los años setenta, justo a la misma edad que estas niñas que tampoco disimulan su vergüenza ante la situación que he provocado. Entonces me ponía de espaldas a mis padres y tíos por mi timidez. Pero esa Nochebuena no era tan distinta a cualquier otra de aquella década, porque siempre era lo mismo, siempre se cumplía el mismo ritual, siempre nos sentábamos en los mismos sitios de la mesa. Celebrábamos las navidades en familia y los niños festejábamos el aguinaldo. Nunca fallaba: siempre me sudaban las manos por la excitación, aunque también por la turbación de tener que actuar. Como aquella Nochebuena, como tantas otras, mis manos se volvían húmedas del sudor, de los nervios por cumplir con toda la familia cada una de las estrenas. Todos los años acudían a nuestra casa la tía Pepita, su marido, el tío Baldomero, la tía Dorita y la tía Vicentica, ambas solteronas y beatas. La tía Pepita traía su abrigo de pieles; era chispeante, dulce y el efluvio de su perfume emanaba un olor almizclado y fresco. Ella simpatizaba de inmediato con nosotros, le encantaban los niños, se notaba. Luego, me enteré que era muy cariñosa con nosotros porque no podía tener hijos. Mi tío Baldomero fumaba un contundente habano que contaminaba la delicada fragancia de su mujer. Era bromista y nos regalaba chucherías. La tía Vicentica cumplía ya ochenta años, pero conservaba un rostro bello y sereno. Siempre repetía o sentenciaba lo que decía la tía Dorita, que a su vez era quince años más joven, de temperamento fuerte, más austera en sus gestos y formas de hablar: “niños, tenéis que cantarnos villancicos si queréis ganaros las estrenas”. A lo que la tía Vicentica repetía: “Eso, tenéis que cantar villancicos para tener las estrenas”. Mi madre, joven y delgada, era tan bella que me recordaba a una actriz de cine. De vez en cuando se iba de la mesa y volvía con cada plato de la celebración navideña. Estaba feliz de tenernos reunidos a todos juntos comiendo y bebiendo. Mi padre, en cambio, era tan severo, disciplinado y serio durante el resto del año, que aquí parecía otra persona, compartía la cena con los comensales, disfrutaba de la alegría de los demás celebrándolo, durante el festín navideño, con vino blanco, vino tinto, refrescos, champagne, cocido, pavo y turrones. A nosotros nos gustaba este momento porque veíamos a nuestros padres contentos y despreocupados. No nos reñían, ni nos castigaban, simplemente dejaban divertirnos. Acudíamos al comedor de nuestra casa, a una larga mesa ovalada presidida por una lámpara de diseño formada por dos grandes globos de cristal traslúcido que nos recordaban a los secadores de las peluquerías. Estábamos disfrutando de una horas solaces, casi perfectas, pero ahora, aquí mismo, no soy consciente de que ese momento se hubiese detenido en el tiempo. Hemos acabado de cenar, nuestros mayores nos piden que cantemos. Estamos nerviosos porque nos van a regalar dinero a cambio de unas pocas canciones navideñas. A mí me entran sudores fríos, soy muy tímida, incluso con mi familia, aunque todavía lo soy más a la hora de actuar en público. Mis seis hermanos se agrupan junto a mí, aunque tengo suficientes reflejos para que antes de formar el coro decida separarme de ellos y ponerme de espaldas a mis tíos y padres para ejercer de directora del coro. Observo mis manos húmedas, advierto que Bob ha acercado su hocico a mis manos y las ha lamido. Cierro otra vez los ojos durante unos segundos y me doy cuenta que todo lo que estoy viviendo y sintiendo tal vez forma parte de un sueño, tal vez sea el instante de un recuerdo o de un déjà vu. Me veo desdoblada, salgo yo y el otro yo que se encuentra a cierta distancia de las niñas. De pronto caigo en la cuenta que en realidad me encuentro tumbada en mi cama, medio somnolienta, leyendo estas mismas líneas en las que imagino el camino de un parque mientras paseo con Bob, mi pastor alemán. Al final del mismo veo a dos niñas solitarias correteando en una suave mañana primaveral y pienso que es un milagro que el pasado se confunda con el presente en un sueño que, tal vez, sea porque me encuentre atrapada en el tiempo, fruto del encuentro real de unas niñas en un parque durante esta misma mañana.



Pablo Ferrando García
Jueves, 30 de abril, 2020


domingo, 16 de febrero de 2020


CARTA DE UNA DESCONOCIDA


Mi padre estaba ordenando el fondo oscuro de una estantería del comedor cuando descubrió una vieja carta. Yo trataba de ayudarle en la tarea doméstica. De pronto clavó su mirada en un sobre que estaba gastado por el tiempo amarillo. Primero esbozó una sonrisa tímida, después noté una sombra de contrariedad. Ambos gestos me sorprendieron pues él siempre solía ser flemático y  ahora su rostro dimanaba una intensa expresión. Estiró el brazo con el fin de entregarme la misiva cual si la hubiera sacado del vetusto baúl de los recuerdos. La sostuve entre mis manos sin comprender la razón de ese obsequio y el valor sentimental que parecía conferirle. Antes de empezar a leerla aclaró que estaba dirigida a mí. Sacó una cuartilla del sobre y leyó con voz templada: “Querida Estrella. Supongo que si estás leyendo estas líneas es porque ya habrás aprendido a leer. Pero si aún tienes dificultades pídele ayuda a tus padres para que puedas saber lo mucho que me acuerdo de ti. Ya tienes seis años, qué mayor eres. Muchas felicidades por tu cumpleaños. Cuídate. Besos, Irene.”


 Tras concluir la lectura estuve paralizada porque no conocía a aquella mujer. Habían pasado dos lustros desde aquella felicitación. Sentía curiosidad por ella, noté su cercanía, transmitía calidez en las pocas líneas escritas. Mi padre se percató de que ignoraba la carta así como también la existencia de Irene. Me miró mientras sus ojos seguían brillando con una intensidad inusitada. Luego explicó que era mi madrina de bautizo de la época que vivíamos en Elche. En aquellos años, mi padre era el gerente de una empresa de curtidos y nuestra casa se encontraba pegada a la misma fábrica. Irene era su secretaria, por lo que resultaba fácil vernos todos los días. Con el paso del tiempo fue muy querida, despertó mucha simpatía en nuestra familia. También me dijo mi padre que ahora vivía aquí, en Murcia, trabajando en el gabinete de comunicación del ayuntamiento. La aparición de Irene en mi vida me generó mucha curiosidad. Quería saber más, deseaba ponerle rostro, voz, piel, ojos. Ella estuvo viviendo con nosotros y, de pronto, parecía haberse evaporado. Mi padre solo conservaba de Irene una foto gris, en blanco y negro, de mi bautizo que me mostró después de contarme sus circunstancias actuales.

Unos días más tarde acudía al ayuntamiento con la carta en mis manos. En la entrada de las oficinas fui atendido por un bedel. Pregunté por Irene Ríos y el hombre me informó de que estaba almorzando, que no tardaría en volver. Durante el tiempo de espera sufrí un ataque de nervios; caminé de un lado a otro de la sala. Me sentía ridícula en aquel lugar, no sabía muy bien qué iba a decirle. Además, planeaba por mi cabeza el motivo de su alejamiento de nuestra familia. Al cabo de unos minutos aparecieron tres mujeres de unos cuarenta años. El bedel se acercó a ellas para luego decirle a la que estaba en medio: “Irene, esta chica quiere verte.” En un tono dulce y parsimonioso Irene me preguntó qué era lo que deseaba mientras su rostro manifestaba a todas luces extrañeza. Hubo un largo silencio. Enmudecí. No sabía cómo empezar. Alcé la carta que tenía en mis manos y se la entregué. Irene la cogió aún sorprendida por mi presencia. Sin acabar de leerla soltó una sonora exclamación y me abrazó. El bedel y sus compañeras se quedaron atónitos. Irene contuvo la emoción y tranquilizó a sus compañeros advirtiéndoles que acababa de conocer a su ahijada y  necesitaba salir unos minutos para hablar en privado.

Irene y yo nos acercamos a un café próximo al ayuntamiento. Nos sentamos y pedimos unos refrescos. Ella me miró, esbozó una sonrisa, preguntó cómo estaba y cuántos años tenía. También quiso saber las novedades de mis padres y hermanos. De pronto me sentí incómoda, no cesaba de rondarme el motivo por el cual había ido a conocerla. Era consciente de que podía ser violento preguntarle por qué no visitaba a nuestra familia. Pensé que tal vez era una pregunta íntima, pero deseaba conocer quién era ella realmente. Había sido una presencia notable en los primeros años de nuestra infancia y luego desapareció de nuestras vidas de forma abrupta. Irene mantuvo la mirada cuando escuchó mi pregunta. Hizo un breve silencio buscando las palabras adecuadas para que estas no resultaran desabridas. Ella se removió en el asiento y en su rostro tenso aprecié una mujer herida. Por sus labios comenzaron a brotar unos recuerdos oscuros que habían sido velados en su corazón. Justo en ese instante comprendí que para mi padre Irene fue una flor en la sombra.





Pablo Ferrando García
Valencia, 7 de febrero, 2020  



sábado, 25 de enero de 2020


Creo que estoy entrando en un período nuevo de mi vida, no sé bien cuál es
Me horroriza la palabra vejez, me gusta más la palabra señor, señor que...



Señor esto, lo otro y lo demás allá... estoy en esa etapa en que la juventud siempre quiere ayudarte, en el bus, en el metro, en la calle, en el bar, ¡si! En todas partes, en todas partes... y pienso que son muy amables, me acompañan al cuarto de baño inclusive para abrirme la puerta, ¡ché! una pasada ¡masa!
Pienso que no es necesario, pienso que soy autosuficiente que yo solo me valgo, que no soy tan viejo ¡coño!
Y aquí viene el problema: me enfado, me cabrea cuando me tutean, me cabrea cuando un joven no me deja pasar primero por el marco de la puerta ¡vamos! Me enfado, no por todo, pero sí por casi todo ¡me enfado, me enfado, me enfado!
Y al cabo del día estoy agotado, ¡ché!...
Me estoy convirtiendo en un intolerante y eso me preocupa, no me deja dormir por las noches, lo que me faltaba “pal duro”
“Porfa” no me digáis que es vejez, decidme que “tinc” un carácter “pudent”…
Será que no hago ejercicios espirituales desde el siglo pasado, que ya no estoy para resolver o que el mundo va a una velocidad y yo a otra, que me obligan a votar y no me gusta ningún partido y eso me cabrea hasta el infinito y más allá.
Todo eso pero no me digáis que es el principio de ...
No tengo arrugas en la cara por el momento ¡CHÉ!

Carlos Aguilar
Enero 2020