lunes, 4 de mayo de 2020

ATRAPADA EN EL TIEMPO

A Marisa, inspiradora de este cuento.



Cierro los ojos durante unos segundos y me pregunto si todo lo que estoy viviendo y sintiendo forma parte de una ensoñación, tal vez de un recuerdo, ¿o es un déjà vu? Atisbo el camino de un parque mientras paseo con Bob, mi pastor alemán. Al final del mismo veo a dos niñas solitarias correteando en una suave mañana primaveral. Disfruto de una brisa que acaricia mi rostro envejecido cuando al final del sendero por el que camino observo a las dos niñas morenas, de unos ocho o diez años. Ellas perciben mi presencia y llegan raudas a sentarse en unas sillitas de madera. Esperan a que me acerque a un par de metros para que puedan efectuar un gesto con las manos simulando unos policías de tráfico, indicándome que me detenga mientras mantienen una sonrisa tímida. Hago caso a la orden gestual marcada por ellas y acto seguido encienden un pequeño altavoz sintonizado con el móvil que llevan en la otra mano. Comienza a sonar el conocido tema de bienvenidos al Kit Kat Club de Cabaret al tiempo que se levantan de sus minúsculas sillas con extraordinaria resolución. Siguen el ritmo de una coreografía vitalista emulando a la de las bailarinas de la película. Mi sonrisa se transforma en una carcajada de complicidad con las pequeñas. Se han puesto unos bodies, mallas y zapatillas de ballet negras para la función. Estoy maravillada del sentido armónico del baile formado por el dúo así como también por el enorme desparpajo que exhiben. Cuando acaba el baile apagan el altavoz y se acercan a mí, sonrojadas, elevando las dos al mismo tiempo la palma de sus manos para solicitar una propina por el espectáculo realizado. Durante unos segundos todas nos quedamos petrificadas. Yo no sé qué decirles. No dispongo de dinero para darles una gratificación. Por un momento cierro los ojos y me doy cuenta que el fresco olor matinal me resulta ilusorio, como si estuviera envuelta en un intenso sueño voluptuoso. Entreabro los párpados y percibo la presencia difuminada de las niñas. Entonces cobro conciencia de lo incómoda y nerviosa que estoy al constatar que no puedo gratificarlas, que no cumplo con el protocolo del espectáculo y siento lástima por ellas. Mis manos comienzan a sudar, a sentirme ridícula, como cuando tenía que dirigir a mis hermanos en el coro de los villancicos en la Nochebuena de principios de los años setenta, justo a la misma edad que estas niñas que tampoco disimulan su vergüenza ante la situación que he provocado. Entonces me ponía de espaldas a mis padres y tíos por mi timidez. Pero esa Nochebuena no era tan distinta a cualquier otra de aquella década, porque siempre era lo mismo, siempre se cumplía el mismo ritual, siempre nos sentábamos en los mismos sitios de la mesa. Celebrábamos las navidades en familia y los niños festejábamos el aguinaldo. Nunca fallaba: siempre me sudaban las manos por la excitación, aunque también por la turbación de tener que actuar. Como aquella Nochebuena, como tantas otras, mis manos se volvían húmedas del sudor, de los nervios por cumplir con toda la familia cada una de las estrenas. Todos los años acudían a nuestra casa la tía Pepita, su marido, el tío Baldomero, la tía Dorita y la tía Vicentica, ambas solteronas y beatas. La tía Pepita traía su abrigo de pieles; era chispeante, dulce y el efluvio de su perfume emanaba un olor almizclado y fresco. Ella simpatizaba de inmediato con nosotros, le encantaban los niños, se notaba. Luego, me enteré que era muy cariñosa con nosotros porque no podía tener hijos. Mi tío Baldomero fumaba un contundente habano que contaminaba la delicada fragancia de su mujer. Era bromista y nos regalaba chucherías. La tía Vicentica cumplía ya ochenta años, pero conservaba un rostro bello y sereno. Siempre repetía o sentenciaba lo que decía la tía Dorita, que a su vez era quince años más joven, de temperamento fuerte, más austera en sus gestos y formas de hablar: “niños, tenéis que cantarnos villancicos si queréis ganaros las estrenas”. A lo que la tía Vicentica repetía: “Eso, tenéis que cantar villancicos para tener las estrenas”. Mi madre, joven y delgada, era tan bella que me recordaba a una actriz de cine. De vez en cuando se iba de la mesa y volvía con cada plato de la celebración navideña. Estaba feliz de tenernos reunidos a todos juntos comiendo y bebiendo. Mi padre, en cambio, era tan severo, disciplinado y serio durante el resto del año, que aquí parecía otra persona, compartía la cena con los comensales, disfrutaba de la alegría de los demás celebrándolo, durante el festín navideño, con vino blanco, vino tinto, refrescos, champagne, cocido, pavo y turrones. A nosotros nos gustaba este momento porque veíamos a nuestros padres contentos y despreocupados. No nos reñían, ni nos castigaban, simplemente dejaban divertirnos. Acudíamos al comedor de nuestra casa, a una larga mesa ovalada presidida por una lámpara de diseño formada por dos grandes globos de cristal traslúcido que nos recordaban a los secadores de las peluquerías. Estábamos disfrutando de una horas solaces, casi perfectas, pero ahora, aquí mismo, no soy consciente de que ese momento se hubiese detenido en el tiempo. Hemos acabado de cenar, nuestros mayores nos piden que cantemos. Estamos nerviosos porque nos van a regalar dinero a cambio de unas pocas canciones navideñas. A mí me entran sudores fríos, soy muy tímida, incluso con mi familia, aunque todavía lo soy más a la hora de actuar en público. Mis seis hermanos se agrupan junto a mí, aunque tengo suficientes reflejos para que antes de formar el coro decida separarme de ellos y ponerme de espaldas a mis tíos y padres para ejercer de directora del coro. Observo mis manos húmedas, advierto que Bob ha acercado su hocico a mis manos y las ha lamido. Cierro otra vez los ojos durante unos segundos y me doy cuenta que todo lo que estoy viviendo y sintiendo tal vez forma parte de un sueño, tal vez sea el instante de un recuerdo o de un déjà vu. Me veo desdoblada, salgo yo y el otro yo que se encuentra a cierta distancia de las niñas. De pronto caigo en la cuenta que en realidad me encuentro tumbada en mi cama, medio somnolienta, leyendo estas mismas líneas en las que imagino el camino de un parque mientras paseo con Bob, mi pastor alemán. Al final del mismo veo a dos niñas solitarias correteando en una suave mañana primaveral y pienso que es un milagro que el pasado se confunda con el presente en un sueño que, tal vez, sea porque me encuentre atrapada en el tiempo, fruto del encuentro real de unas niñas en un parque durante esta misma mañana.



Pablo Ferrando García
Jueves, 30 de abril, 2020


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