miércoles, 17 de diciembre de 2014


" Detalle de buena educación "

Relato basado en hechos reales:

Me dedico al arte de curar a los niños con mocos y otras enfermedades . Pues bien, así es como ocurrió : Entran no hace mucho  a la consulta la Samara de 5 años y la Ainoa, de tres . Se sientan cada una en una silla enfrente de mí y detrás de ellas, de pié, los padres.
Los cuatro me miran sonrientes. Como soy partidaria del refuerzo positivo, entre que si la fiebre, que si la tos y demás , observo lo bien educadas que tienen a las niñas y lo digo. Los padres ahuecan las plumas y se miran. Enseguida la Ainoa se baja de la silla, más bien se tira . Y el padre la levanta en volandas a la altura de su cara y le dice:  " Como no te estés quieta, sube el de Seguridad y te mete en el culo una aguja asín de grande ". La Ainoa se vuelve a sentar algo más seria y aquí  no ha pasado nada. Al momento, otra vez los cuatro  me miran sonrientes y, esta vez, satisfechos .
A veces la vida es así de sencilla.



 Elena Sebastián



domingo, 14 de diciembre de 2014

VIVALDI Y YO

Mi flechazo con la música se produjo a los seis años. La madre Francisca de las Hermanas de Las Josefinas de Cuenca nos puso en clase un vinilo (entonces se llamaban “elepés”) con "Las cuatro estaciones" de Vivaldi. Fue un impacto tremendo: podía ver la música, si cerraba los ojos ¡veía!. Aparecían ante mí todos los detalles del paisaje, los pájaros cantando y jugando, sentía el sol del verano en mi piel y también el  viento gélido del invierno, veía las mieses y la luna, podía oler la hierba y sentir el agua salpicando mis pies.

Tuve que enseñar el disco en casa. Para mí era necesario compartir tal descubrimiento maravilloso con mis hermanos y mis padres. Se lo pedí a la monja y debió percibir tanta pasión y angustia en mí que me lo prestó. Teníamos un "pick-up"de esos de maletita, en los que había que levantar el brazo y llevarlo con suavidad hacia los primeros surcos del disco, para luego depositarlo con la mayor delicadeza posible sobre ellos para que comenzara el milagro de la música.


Recuerdo que lo ponía sin cansarme una y otra vez, aunque en casa no obtuviera la acogida entusiasta que yo esperaba. A pesar de que yo me esmeraba con todo el cuidado del que era capaz a esa edad, que a mí me parecía infinito, el disco acabó rayándose. Este desastre, que yo viví como una pérdida irreparable, me costó un bofetón y una gran bronca de la comprensiva y cariñosa sor y, aunque mi padre repuso el disco en cuestión, este primer descubrimiento acabó en susto y dolor.

Cruz Ferrando


lunes, 8 de diciembre de 2014

Con la música a otra parte.

                                                                                  A Javier Rebollo, el muerto y ser feliz.



Llevaba cinco minutos caminando por mi barrio con una sensación ambivalente. Por un lado recorría con lentitud las aceras y experimentaba una desacostumbrada liberación, un desahogo vital tras la catarsis manifestada en la luctuosa discusión con mi marido, ocurrida hacía apenas un rato. Por otro, sufría un vacío gélido, un agujero negro y profundo que acentuaba aún más si cabe mi angustia y soledad. En la mano derecha cargaba una pesada maleta roja, la cual había usado durante mis últimos veinte años de vida. Ahora tenía serios problemas para transportarla. El brazo diestro parecía un cable tenso a punto de romperse en cualquier momento debido al tiempo que llevaba con la maleta pesada. Conforme me desplazaba por las calles cobré conciencia de la inercia del itinerario, trazaba el mismo recorrido que hacía todos los días para ir al conservatorio. En la calle donde me encontraba advertía a una pareja despidiéndose en la parada del autobús. Justo al otro lado veía al barrendero limpiar las aceras con parsimonia. Cien metros más adelante una jubilada tomaba un café en la terraza mientras leía el periódico y escuchaba la música que sonaba en la radio. Tras apreciar estos detalles cotidianos había olvidado que acababa de alejar de mi vida a mi marido. Estaba sorprendida al reparar en esta circunstancia cuando de pronto sentí una enorme opresión en el pecho. Había empezado a llorar en el momento en que me fijé en una vecina, de edad similar a la mía, husmeando en el contenedor. Me acerqué a ella y traté de hacer el esfuerzo por animarme. No nos dijimos nada. Sólo le ofrecí un cigarrillo. Ella aceptó el ofrecimiento y sonrió al verme. Comenzamos a fumar. Entonces decidí regalarle mi equipaje. Al principio no quiso, pero sintió curiosidad cuando me agaché para abrirlo. Saqué unas partituras musicales que había compuesto en la época más feliz de mi vida. Las cogí con firmeza y dejé la maleta en el suelo. Entonces le aclaré que lo que contenía en ella eran detalles sin importancia, objetos del pasado que ya no tenían dueño. La mujer fue incapaz de reaccionar ante mi comentario y cuando quiso darme las gracias ya me había alejado. Sólo escuchaba la música que tenía en mis manos: una evocación de la chacona de Bach.



    Valencia, 6 de diciembre de 2014