lunes, 20 de octubre de 2014

Cápsulas



Qué son, para qué sirven, de qué color, la forma, su envoltura, cuántas hay en una caja... Todos esos datos nos dice el paciente, ante la pregunta ¿Qué toma usted señora, señor, joven, vieja? todo menos el nombre. Si son hombres, que son mucho más torpes que las damas, te responden “Ah, si, eso quien lo sabe es la dona”. ¡Ale, se quedan tan panchos! Nosotros pensamos: eso también nos pasará al resto de los humanos, sobre todo si somos hombres, que somos más torpes. Como podéis imaginar, me puede mi defecto profesional. Una cosa que no me gusta de las cápsulas, es que no sabemos el sabor de la cosa  que nos tragamos, o cuándo se derretirá en la lengua si no tenemos agua cerca. No voy a hablar de las que contienen café, música, pelis y otras cosas. Siguiendo con la deformación profesional, me gustaban más  las PÍLDORAS.

Carlos Aguilar

domingo, 19 de octubre de 2014

El hombre del cráneo rasurado

En homenaje a André Delvaux.






Eran las ocho de la mañana cuando Andrés comenzó a sentirse mal. Estaba desayunando, pero al poco tiempo sintió una fuerte opresión en el pecho. Tenía la sensación de que le faltaba aire, como si tuviese en el pecho un bloque de hormigón muy pesado. También experimentaba un sudor frío por la frente. Su aspecto era frágil y el rostro era de una palidez ebúrnea. Se encontraba terriblemente fatigado de forma repentina. Medía un metro setenta, tenía los rasgos afilados: mentón pronunciado con un pequeño hoyuelo, nariz aguileña, mejillas rectilíneas, ojos negros profundos y el cráneo rasurado. Estaba sentado en la cocina bajo una lámpara que emitía una luz tenue. ¡Pepita!, gritó el hombre, ¡he tenido un pequeño mareo y me duele el pecho! Al instante entró de forma apresurada una delgada y nerviosa mujer de unos sesenta años, que se precipitó hacia su marido para preguntarle si quería tomar agua natural. El hombre asintió angustiado con la cabeza y se dirigió, no sin apuros, al comedor. Querido, túmbate un momento en el sofá y cuando te encuentres mejor tómate la cápsula de caciritrina, voy a traerte agua. Unos instantes después la mujer acudía de nuevo a ver cómo se encontraba el marido mientras le entregaba el vaso de agua. ¿Estás seguro de que podrás irte al congreso a dar la conferencia? Preguntó su mujer en un tono que delataba escepticismo. El perfume aromatizado que desprendía Pepita allá por donde pasaba impregnaba un ambiente dulce y fresco. Andrés se animó, en parte por el agua y en parte por el suave y agradable efluvio de la fragancia de Pepita. Se levantó del sofá con cierta dificultad, luego puso una sonrisa esforzada, un gesto que manifestaba ternura. Estaba ruborizado por su debilidad, se encontraba decadente y se le pasó por la cabeza comenzar a ir a un gimnasio para hacer deporte. Cariño, antes de marcharte que no se te olvide la pastilla, por favor, le recordó Pepita.




Al salir del comedor comenzó a caminar por el largo pasillo de su casa, pero se detuvo ante un cuadro que en realidad era una burda imitación de La isla de los muertos de Arnold Böcklin. Unos timbrazos del teléfono rompieron el silencio del recibidor y éstos le sacaron de su ensimismamiento. Pero fue Pepita quien descolgó el aparato. ¿Si?, ¿ah, Nacho, cómo estás? Pues, bien, está recuperándose…resultó delicada su intervención pero se encuentra mejor…Gracias por interesarte…Si…el hígado responde bien, no ha habido rechazo. Vale, descuida, ahora le diré que os encontraréis en la facultad, de acuerdo. No hizo falta repetir el mensaje a Andrés porque estaba oyendo la conversación al final del pasillo, a un par de metros de la puerta de entrada de la casa. Hasta luego, Pepita, ya te llamo cuando termine la conferencia, espetó Andrés mientras cogía del estante de la entrada una carpetita negra donde se encontraba el texto de su ponencia. Sin embargo, antes de abrir la puerta Pepita le riñó afectuosamente, como si fuera un niño pillado en falta. ¿Qué no me das un beso, hijo? Andrés se volvió hacia ella y le dio en la mejilla un sonoro beso de despedida. Al alejarse de él la mujer le aconsejó que llevara un paraguas, estaba comenzando a llover. Andrés hizo caso omiso a la recomendación de Pepita y salió de su casa sin él.

Una fina lluvia humedecía las aceras y el asfalto. Andrés se guarecía bajo los balcones de las fincas. Descendía por la calle Joaquín María López y se dirigía al metro de Moncloa. A punto de alcanzar Isaac Peral para coger el transporte público advirtió un escaparate de televisores de alta definición. De pronto sintió que sus piernas temblaron unos instantes y se quedaron paralizadas frente al establecimiento. Sufría claudicación intermitente, la enfermedad de los escaparates, que es cuando las piernas no  responden por momentos. Mientras seguía lloviznando se quedó petrificado delante de la tienda de los aparatos domésticos, la cual presentaba enormes contrastes porque los luminosos y el mobiliario eran antiguos, trasnochados, a su vez los electrodomésticos de la última generación engalanaban la vitrina de la tienda. En uno de los plasmas estaban poniendo la escena que abre Fresas Salvajes de Bergman: el profesor Isak Borg sueña con su propio ataúd. En ese instante Andrés rompió a llorar, sus lágrimas se confundían con la lluvia. Al lado del plasma había otro televisor de alta definición que emitía nieve electrónica. Andrés se quedó prendado ante la hipnótica imagen vacía y experimentó un vértigo inesperado por el carrusel de imágenes que le sobrevino al ver discurrir toda su vida en unos pocos segundos. Le pareció una eternidad, aunque fueron escasos segundos. Entre la catarata de imágenes que desfilaron por su memoria recordó, sin saber porqué, una imagen de su infancia: era el primer día de colegio y le acompañaba su hermanita que, al cruzar un paso de peatones se resbaló en un charco de agua, mientras sus padres estaban contemplando la escena con la mirada triste y perdida. Andrés salió de su estado de ensimismamiento y recuperó el ánimo cuando se le cayó al suelo la carpetita negra al tropezarse con una joven. Ella imprecó frases inconexas: señor tenga cuidado que Dios está entre nosotros, está aquí contigo y conmigo... nos está espiando… El hombre acabó de darse cuenta de  que había olvidado la pastilla y volvía a sentirse mal. El encuentro con la joven le distrajo de esta preocupación, pero le entristeció sobremanera la escena de la joven, pensó que ésta padecía de algún trastorno. Unos segundos más tarde notó que ya podía mover de nuevo las piernas, se alejó presuroso de la chica y del lugar donde se había detenido y se introdujo en el metro de Moncloa.





Andrés se alejaba de la zona urbana cuando llegó a la parada de la Ciudad Universitaria, en la Universidad Complutense. Entró, llevando consigo la carpetita negra, con asombrosa presteza a la Facultad de Ciencias de la Información, un edificio enorme de hormigón que tenía forma de búnker. Andrés se dirigió al salón de actos con ganas de sentarse para recobrar el aliento. A unos pocos metros del acceso al salón encontró a su amigo Nacho sentado en una butaca de la primera fila. Estaban inaugurando el evento académico cuando Andrés se puso al lado de Nacho. Cinco minutos más tarde notó un fuerte dolor en la espalda, así como escalofríos por todo el cuerpo. Le dolían los hombros, el cuello, los brazos, también empezó a tener la piel sudorosa, fría, pegajosa. Le faltaba la respiración y volvió a notar una presión fuerte en el centro del pecho al tiempo que tuvo, momentáneamente, sensación de plenitud. Luego comenzó a sufrir náuseas y mareos. El pulso se le disparó y no sabía cómo decirle a Nacho que se encontraba muy mal. No quiso molestarlo, prefirió excusarse, no quería llamar la atención. Trató de levantarse para salir del salón y buscar cuanto antes una farmacia. Pero no podía, las piernas volvieron a fallarle en el peor momento. Experimentó un indolente parpadeo en sus ojos, como si se encontrara terriblemente fatigado y se sumergiera en un letargo profundo. Oía voces lejanas, era incapaz de reaccionar, el cuerpo desmayado ya no respondía frente a los lejanos gritos que oía de la gente que le rodeaba tratándole de hacerle reaccionar. Una pálida luz sobre el mal sueño de la vida inundó su última visión.

Pablo Ferrando
Valencia, 28 de Septiembre, 2013


La imagen de mi infancia

                                         A Nacho Cagiga, amigo y cómplice fracontirador de imágenes y palabras.



Todo ocurrió muy deprisa cuando me encontré de bruces con mi pasado. Sin embargo el recuerdo que tengo de aquella imagen aún permanece de forma intensa en mi memoria. Como si el fugaz instante, de apenas un minuto, se hubiera detenido durante estos años…

El reloj de mi muñeca marcaban las nueve de la mañana. La luz gris plomizo del cielo inundaba la calle donde me había parado ante el semáforo que se había puesto en rojo. El clima era fresco, casi otoñal. Tenía somnolencia y no me apetecía hablar con mi marido, quien a su vez se encontraba sentado de copiloto. El silencio se palpaba en el interior del turismo y lo atribuía a la discusión que yo había propiciado poco antes de salir de casa. Pablo parecía estar ausente, con la mirada perdida en el horizonte; se encontraba molesto por mi humor voluble. Mira aquellas colinas, Ana, -me dijo-, parecen elefantes blancos.

Habíamos cumplido casi los cuarenta años y llevábamos siete de pareja. Nunca quisimos casarnos y ahora nos hallábamos en un punto de inflexión. Mientras pensaba en todo esto frente al semáforo vi a una familia al completo atravesando la zona de peatones. Los padres, de unos treinta años, iban delante de una niña y un niño, de seis aproximadamente. La niña cruzaba la zona peatonal con paso firme, orgullosa. Era rubita, de grandes ojos azules, redondos, y rostro despejado. A su espalda llevaba la mochila del cole y a mitad del cruce peatonal resbaló en un charco de agua, pero no llegó a caerse al suelo porque reaccionó con rapidez para aferrarse al hombrecito que le acompañaba. Cuando se irguió de nuevo, exhaló vaho al reírse de su torpeza. El niño sonrió de manera inocente y pasó su pequeño brazo sobre los hombros de la niña en señal de amistad. Mientras sucedía la tierna escena, los padres acababan de llegar al otro lado de la acera. El hombre estaba junto a un árbol, portando en su mano derecha una pequeña silla del cole de los niños. La mujer exhalaba el humo del cigarro entre sus labios carnosos; su rostro macilento delataba un aire melancólico. Los padres habían asistido impasibles al resbalón de la niña, la adusta expresión de sus caras contrastaba con la vivaracha alegría de los niños. Me quedé helada al ver, durante todo el tiempo, que la joven pareja no había sonreído en ningún momento, ni siquiera con los niños. No parecen muy felices, Pablo, le dije. Éste giró su rostro hacia mí y me respondió en un tono amistoso que porqué iban a parecerlo. Hace poco que se habrán casado… Mantuve una mirada cómplice y cariñosa hacia Pablo y le sonreí. En ese instante me di cuenta que había vivido la imagen de mi infancia.

Pablo Ferrando
Valencia 14/09/2013


sábado, 18 de octubre de 2014

Redacción de un objeto de deseo


 A Amparo Juliá, amiga y cómplice de esta hermosa historia.




En medio del aula de un instituto, la profesora se dirige a la clase, gira la cabeza de derecha a izquierda y con una voz templada comienza a hablar:

-       A ver, chicos, después de ver la película titulada El Tercer hombre ayer pudimos comprobar cómo dos amigos se enfrentaban en el interior de una noria debido a la dudosa moralidad de uno de ellos… Gracias a esa escena se me ocurrió que podíais escribir una redacción de vuestra experiencia sobre la noria. Espero que lo hayáis hecho. Ahora tenéis que leerla delante de vuestros compañeros.

La profesora señala con la cabeza hacia José, un adolescente de mediana estatura, moreno y ligeramente grueso. El muchacho tiene en su mano derecha el folio que contiene el ejercicio. Las gruesas gafas de José esconden sus ojos minúsculos y nerviosos. En la oreja izquierda lleva un aparato del oído. Camina hacia la pizarra con un mohín nervioso al tiempo que mira de forma apocada a sus compañeros. Se detiene frente a toda la clase, levanta la hoja y comienza a leer:

-       “Es grande y rredonda. Destaka ha mucha distancia…al hazercarnos a eya, comienza a jirar y jiirar y me se hilumina la cara con sus mobimientos…Me gusta mucho cuando está rrodeada de jente, de amigos y de desconocidos. Cuando me pongo delante de mi nobia heztoy un poco hexzitao. Miro a la Nuria, que le aze el culo holas de mar.”

Tras unos instantes de silencio la clase comienza a reírse a carcajadas. José dirige, avergonzado, la mirada al suelo. Acto seguido alza la cabeza y solicita, con los ojos parapetados en sus gafas, la aceptación de la maestra. Sin embargo el rostro de la mujer primero revela un gesto de estupefacción y al poco de reírse los alumnos siente ternura por el adolescente que se aleja de la pizarra presuroso.

  Valencia, 17 de octubre de 2014
            Pablo Ferrando

                       
                                                                   

Minutos




El tiempo siempre me hace retroceder en la memoria, no puedo huir de él.



Plasmar en un instante un momento de tu vida es difícil pero voy volando. Rondaría los trece años, cuatro amigos compañeros del internado, entramos en la habitación dónde estaba la prima de uno de los chavales. La joven era mayor que nosotros, estaba cosiendo junto a una mesa camilla iluminada por el sol de la tarde que se colaba por el balcón. Nos ofreció un cigarro rubio,  lo cogimos temblorosos. Llevaba una camisa y unas bragas que dejaban al aire todas sus piernas, me vino a la memoria la recomendación de los curas, el demonio, el pecado, el infierno… pero me di cuenta de que yo quería seguir pecando un minuto más.

Carlos Aguilar