martes, 24 de diciembre de 2019





Mami amorosa, añorada y querida,
Mientras me implantaban el marcapasos, pude imaginarte como una leona pidiéndole a la Virgen que me cuidara, lo que me hizo sonreír. Sin embargo, yo misma me asombré dándome cuenta de que no tenía miedo a morir, y me repetía “Hágase tu voluntad”. Sólo pedía un poco de tiempo para poder despedirme de mis hijos, decirles que fueran buenas personas y que su tristeza por mi ausencia durara el mínimo tiempo posible, porque lo que más feliz me haría sería verles disfrutando de la vida.
Miré el monitor y vi mi corazón latiendo a 27 latidos por minuto. Cerré los ojos y no quise ver más. Entonces el médico dijo a la enfermera: “Ponle Aleudrina”. Transcurridos unos segundos volví a abrir los ojos y me dije: “¿Dónde está la jodida enfermera con la Aleudrina?”




 Amparo Soler
24 de diciembre 2019

domingo, 22 de diciembre de 2019


Cogí el bus, su recorrido lo conocía pero no sabía su duración ni la localización de sus paradas, ni su sinuosidad, me mareo últimamente, la brusquedad del conductor, el aire viciado… todo eso me deja fatal y tardo en recuperarme. Veinte minutos de trayecto, lo mejor es la playa, mi destino es la playa. Una playa limpia de personas, con pescadores de caña, corredores comprometidos con su día a día, jubilados en grupos de tres o cuatros que caminan para después almorzar y empezar el día de la mejor forma, ver el mar y algún que otro amanecer, camareros que ponen las mesas para que unos pocos privilegiados tomen un desayuno mirando el azul del mar, se podría decir que están todos los que son, que la playa por la mañana es eso, profesionales de la foto: no sobra ni falta nadie.


Bueno ya es la hora, tengo que ir al pabellón, el gimnasio está en el primer piso, con vista al mar, algo increíble, con compañeros nuevos con patologías diversas, personalidades diversas, monitor distinto… tengo que reconocer que no se si es curiosidad o expectación, llego al ascensor y, ¡Oh sorpresa!, no cabe mi scooter. No puedo subir, no puedo conocer a mis nuevos compañeros, no puedo conocer al monitor. Me voy, no como he venido, esta vez recorro el paseo con el scooter y me paro en uno que conozco me tomo un agua con gas y leo un rato.
Carlos Aguilar
22/12/2019



LOS MUERTOS TAMBIÉN MUEREN


A mi hermano Manolo, con afecto.

No podía creerse que su amigo Azrael hubiera muerto, siempre había sido muy vital y bromista. Ahora habita en el séptimo continente, le dijo Michael a Jacinto, un compañero de colegio de origen vienés. Durante el tiempo que se conocieron Azrael no paraba de darle sustos a Jacinto; eran juegos divertidos, según el muerto. Jacinto pensaba en ello mientras caminaba hacia el tanatorio. Recordaba los sobresaltos y lo mal que le sentaban. En cierta ocasión, se había escondido durante más de media hora detrás de la puerta del lavabo público del centro, esperando a su presa favorita: Jacinto. Cuando se disponía a hacer sus necesidades Azrael, aprovechándose de su sordera, le gritaba por detrás al saber que no percibía sus sigilosos pasos. El momento del susto era una pura delicia para el jocoso amigo, comenzaba a reírse a mandíbula abierta en el instante que Jacinto daba un saltito y emitía un chillido aún mayor que el de su recalcitrante verdugo.


Los ojos llorosos delataban una expresión atribulada, le nublaban la vista al mirar la pantalla electrónica que informaba sobre la ubicación de las salas de los difuntos. Rastreó apresuradamente el listado, pero no veía a Azrael. Temía llegar tarde al encuentro de la familia del fallecido y se precipitó a la antesala acristalada que tenía apenas a medio metro. Sin darse cuenta se empotró contra el vidrio transparente cayendo acto seguido al suelo. El impacto fue tan sonoro que la gente de su alrededor fue a socorrerle, tratando de alzarlo mientras el llanto se confundía con la conmoción. Por su nariz brotaba un hilillo de sangre y el cabello estaba alborotado. Quienes le habían socorrido iban alejándose al comprobar que se encontraba mejor. En ese momento se acordó de Azrael, convencido que se hubiera reído de su trompazo.
Al entrar en una sala, creyendo que estaba en la del amigo muerto, vio una nube negra de gente revoloteando. Seguía conmocionado mientras efectuaba un nervioso barrido al tiempo que se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel. No reconocía a nadie en su batida. Sin embargo apenas le extrañaba, hacía más de 15 años que no veía a Azrael. Se acercó a los familiares del finado; sin mediar palabra alguna comenzó a abrazar a los que pensaba eran sus padres, por su aspecto longevo, y a estrecharles la mano a sus allegados dándole las condolencias. Él se percataba que la gente le observaba entre curiosa y conmiserativa, pero no se daba cuenta que no era tanto por su aspecto sino porque no sabían quién era aquel joven.
Salió del tanatorio convencido del buen gesto que había hecho. Fue caminando en dirección a su casa recordando más anécdotas. Pasó por delante del colegio donde estudiaron juntos y decidió acercarse al bar de enfrente para tomarse un café. Se fue directo a la barra y sus pensamientos volvieron a aquellos tiempos del lobo, años de bromas y sustos con Azrael. Se encontraba ensimismado, de espalda a las mesas de los clientes, invadido por anécdotas lejanas y vívidas de la adolescencia. Por el oído izquierdo escuchó, de forma abrupta, una exclamación tan escandalosa como familiar mientras una mano sacudía su hombro derecho. Giró la cabeza, no podía creerse ver delante suyo a Azrael.



Pablo Ferrando García
Valencia, 17 de diciembre, 2019.

domingo, 25 de agosto de 2019


LA CUESTIÓN HUMANA

Salía conmocionado de ver la película. La pantalla en negro y los sonidos que habían desfilado durante los últimos instantes golpearon mi conciencia. Nada más salir de la sala y alcanzar el hall, me sentía una persona diferente de la que había entrado a ver el filme francés. En ese instante tuve una ilusión óptica: estaba viéndome a mí mismo, en dirección contraria, acercándome como un zombie, que trataba de ver la película. El rostro que tenía ante mí era inexpresivo, contrastaba con el ánimo apesadumbrado que tenía tras la proyección. Fue en ese momento cuando presente y pasado se cruzaron en mi camino. Entonces caí en la cuenta de que gracias al dolor de la verdad me sentía más vivo que nunca. Comprendí el valor de las palabras, de la memoria y como el pasado se refleja con nitidez en el presente. Al salir a la calle, una bocanada de aire fresco me dio en la cara; el fragor de la gente que iba y venía me ayudó a salir del ensimismamiento.


Pablo Ferrando García
                                                                                          Patacona, Valencia.  2/3/2019






EL CIELO PUEDE ESPERAR, EL DIABLO DIJO NO.


Mis ojos se entreabrieron sin saber muy bien dónde estaba. Unos segundos más tarde advertí, con enorme alivio, que había sobrevivido a la operación de corazón. No sabía cuánto tiempo pasé durmiendo por el efecto de la anestesia, aún me encontraba somnoliento. Tenía una sensación ambivalente: por un lado, me sentía extrañamente contento al ver que había superado la delicada intervención; por otro, empezaba a notar una enorme fragilidad en mi cuerpo, como si me hubiese arrollado una apisonadora. Acusaba una fuerte opresión en el pecho y a la vez era renuente a pensar que me encontrase en la Unidad de Cuidados Intensivos. En efecto, no era un sueño, descansaba en una cama de hospital.


Conforme me iba despejando observaba, de manera periódica, movimientos agitados en la sala. Iban y venían enfermeros, médicos, especialistas; todos ellos procuraban atender de forma presurosa a los enfermos. De vez en cuando, entraba un paciente recién salido del quirófano. Cuando llegaban a la estancia las enfermeras y los cirujanos desfilaban casi de forma marcial. Los sanitarios acompañaban al enfermo postrado en la cama hasta situarlo en un rincón. Entonces se producía un frenesí de gestos y movimientos de los enfermeros mientras los cirujanos eran testigos del ritual sanitario. Toda la actividad se producía delante de mis narices, pero lo veía borroso por la miopía que padezco desde joven. Sólo veía unas manchas verdes estáticas y otras blancas que se movían con extraordinaria celeridad. Sin embargo, veía lo suficiente para comprender lo que sucedía en cada momento.
Pasadas unas horas la sala se encontraba inusualmente tranquila. Las enfermeras descansaban en el gabinete de reuniones, situado a la izquierda de mi cama. En ocasiones las vistas resultaban tan vaporosas como fantasmagóricas por la morfina que me habían dado para sobrellevar lo mejor posible las primeras horas del postoperatorio. De forma repentina vi desfilar, otra vez, a un equipo de enfermeros encabezado por un par de cirujanos que acompañaban al paciente recién salido del quirófano. Colocaron la cama a unos pocos metros de la mía. Incorporaron los goteros y pusieron una mampara con el objeto de proteger su intimidad. Veía sobresalir brazos, pies y cabezas moviéndose por encima del parapeto improvisado a una gran velocidad. Los cirujanos, vestidos de verde y situados delante de la cama del enfermo, asistían quietos al ceremonial de las primeras atenciones clínicas. Tras acomodar al paciente, el cuerpo sanitario se marchaba de la sala. Pasaron unos minutos y dos enfermeros, en forma de nubes blancas y difusas, acompañaban a dos hombres de diferente tamaño y altura hacia la cama del paciente recién operado. Había un hombre delgado y alto y otro más grueso y bajo. El hombre escuálido se quitaba la cazadora, se pasaba su mano derecha por la calva. El acompañante, bajito, moreno y de corpulencia normal, estaba erguido. De pronto el hombre alto y delgado se desmoronaba. Dos enfermeros próximos a ellos acudían, como un rayo. Le apoyaban sobre un sofá y le obligaban a levantar los pies. El enfermero que lo atendía se movía con aires coreográficos, parecía estar bailando alrededor del hombre desmayado. Sin embargo el sanitario perdía el pie, realizaba un gesto brusco y se desequilibraba cayendo al suelo. Cuando intentaba levantarse comenzaba a cabecear en señal de aturdimiento. Dos compañeros le socorrían, trataban de levantarle los pies poniéndolos en paralelo a los del hombre alto y delgado. Pero ambos chocaban sus cuerpos al tratar de ayudar al compañero desfallecido.
Mientras observaba la escena me evocaba, por la absurda situación y por su carácter teatral y tragicómica, a esas estrafalarias y magnéticas imágenes de Roy Andersson. Una enfermera joven se acercaba a las pantallas situadas a mi lado donde informaba de la tensión y de la presión sanguínea. Luego dirigía una mirada serena y segura para decirme que el diablo dijo no al mal sueño de la vida, que el cielo puede esperar.

Valencia
16 de julio, 2019