domingo, 23 de febrero de 2014

Una redacción me ha mandado hacer Violante ……


El árbol se asemeja a nuestro paso por la Vida en que es mucho más agradecido subir que bajar. Si miserable es lo segundo, lo primero, subir, tiene mil interpretaciones, a cada cual más conveniente.
Subir puede equipararse con ascender, bien en el plano visual para otear el horizonte, bien en el pleno derecho sobre personas o cosas.
Yo he ascendido poco, la verdad; quizá mi mayor logro en la vida fue elevarme por las ramas de un enorme cerezo centenario (o así) que estaba junto a la vereda, en mi camino habitual para ir al pueblo durante los veranos. Escalaba con la pretensión de coger las pocas cerezas que habían dejado los recolectores. Mala suerte, las escasas que habían estaban picadas por los petirrojos que se acercaban al atardecer.
 También el subir logra asemejarse a trepar, tanto en la escala social como junto a un benefactor o mecenas, aunque actualmente se le llame director, empresario o simplemente jefe. Vamos, hay personas que justifican el decir de que “a quien buen árbol se arrima, buena sobre le cobija”.
Yo, como trepar, pero lo que se dice trepar, lo hice en las noches de estío por el viejo nogal que había junto a la tapia del cine de verano del pueblo. Allí me vi, junto con otros compañeros de pocos posibles, películas tan toscas como “Quince bajo la lona”, un film laudatorio de las milicias universitarias. Me arrepentí toda la vida por el hambre que pasé (no había ni una puñetera nuez en todo el árbol) y lo incómoda de la postura. Tampoco los films ayudaban; conste. Pero como soy de la especie humana (o así), tropecé muchas veces en la misma piedra, con tal de ahorrar las tres pesetas que costaba la entrada a los bancos laterales de la pomposamente llamada Terraza Jardín.
Entre el común de los mortales, los hay quienes se encumbran sobre las copas de la sociedad, llenos de glamour y sus nombres salen en el papel couché. También acaecen quienes se encaraman sobre los demás, pisando a los iguales para intentar llegar a la codiciada copa del árbol de la vida.
Dicha circunstancia me ocurrió durante uno o dos años de mi adolescencia, en los meses de mayo y adyacentes, cuando todos los compañeros del colegio (e inclusive de los colegios más cercanos y hasta alguno de barriadas periféricas), a la salida de clase, corríamos como posesos hasta las pocas moreras que habitaban el centro de la ciudad. Una vez llegados, y sin resuello, arramblábamos con todas las hojas que podíamos para la comida de nuestros gusanos de seda. Tal era la vehemencia con que trepábamos que sufrí más de un pisotón de otro amigo de los gusanos cuando sujetaba las ramas en mi atropellada ascensión.
Otros árboles con los que tuve una relación sadomasoquista en mi juventud fueron los almendros y los olivos de la finca de mi abuelo. Durante la temporada de la cosecha, después de varearlos con decisión y crueldad, teníamos que coger del suelo todos los frutos que habían caído fuera de las lonas. Disfrutábamos de poca pericia; casi todas las almendras y/o aceitunas caían fuera de las lonas, e inclusive en el ribazo, por lo que pasábamos la mayor parte del día recogiéndolas, con el culo más alto que la cabeza.
También hay personas que se andan por las ramas, por ejemplo yo mismo con esta redacción que nos ha mandado la seño, aunque espero de vuestra benevolencia y no caer en una temida reprobación, pues ya se sabe que “del árbol caído todo el mundo hace leña”.
Lo malo es bajar, sobre todo de los árboles. Casi nunca se baja comme il faut, que sería lo deseable. Por regla general uno se tira, se cae, se resbala, inclusive se despeña. ¿O sería más apropiado decir se desrama? A esa situación, en la vida real, se le llama infortunio y hay más desventura cuanto de más alto se cae. De ahí que se diga aquello de “más dura será la caída”.
Ignacio Cort


martes, 18 de febrero de 2014



Se desperezó con la primera luz del día y estiró un poco sus ramas. Antes lo hacía mejor, era mas joven. Con el movimiento sintió cómo perdía algunas hojas .
Mmmm penso, ya estamos en otoño. Dentro de un rato vendrá Joaquín como todos los días, a recoger lo que hay por el suelo. Últimamente viene mas tarde. Le cansa su trabajo, somos muchos y él cojea un poco.
Me gusta ser árbol elegante y cuidado y que limpien por debajo de mí. Y el banco bien pintado cada año, es mas acogedor. Y recibir bajo mi sombra a los abuelos de siempre , los de la petanca. Hablan, ríen, no mucho la verdad, están ensimismados en el juego. A veces hasta se enfadan y yo sufro..no deberían.
Los prefiero a esa pandilla que juega al salir del colegio por las tardes. No tienen consideración y a veces me lanzan la pelota contra alguna rama y ..no las tengo ya muy fuertes .
Dentro de poco irán viniendo cada vez menos, empeorará el tiempo . Quizá este año nieve,  me prepararé para recibir los copos en la cara .

E. Sebastián
15-02-2014
 

lunes, 17 de febrero de 2014

 ÁRBOL.
    Corre, corre sin parar bajo un sol aterrador, el calor cae sobre su cuerpo como el plomo.
    Corre, corre, sigue corriendo...
    - ¡Ah! Un árbol.
    Preso del pánico subió de un brinco.
    Allí sentado, por fin se sentía tranquilo, cuando al mirar hacia abajo se aterrorizo de nuevo: su sombra estaba esperándole.

    Mª José Roig

domingo, 16 de febrero de 2014


GREGUERIAS AL ÁRBOL (A LO GLORIA FUERTES)

Cobijo de ilusiones en Navidad.




Lacre de amor juvenil.




En rebaño, tapiz de la ombría montaraz.




Valencia, 15 de febrero de 2014-02-16
De Violeta Pfeiffer para Kasperle


EL ÁRBOL

Desde siempre supe que ese árbol estaba unido a mi destino.
Cuando de niña me encaramaba y confundía entre sus ramas, atendía confidencialmente a mi repertorio de imitaciones  en las calurosas sobremesas de verano, pero yo aún no sospechaba el alcance de su influencia.





Sí, él que sabía buscar con sus raíces lo que atisbaba desde la copa, también columpió a los hijos con que la vida me regaló, se alimentó de la corrupta materia del perro “whisky”, que mi padre entre sollozos enterró bajo su guardia, y nos regaló con frutos que inspiraron a aquel vecino circunstancial en un hiperrealista bodegón que hoy se ha subastado en Christie’s.


Valencia, 15 de febrero de 2014-02-16
De Violeta Pfeiffer para Kasperle
En pocas horas el pueblo quedaría desierto.

Finales de los sesenta, un núcleo de menos de   doscientos habitantes que, pese a su cercanía a la ciudad, no olvidaba sus raíces de pueblo aislado de montaña extrapolado a ninguna parte por la construcción de una presa. Casas blancas y nuevas con idéntica puerta de madera permanentemente abierta en todas ellas, y miradas escrutadoras tras las cortinas. Un pequeño jardín entre la acera y la calle que, cuidado por los propios vecinos, constituía su única señal de identidad y rivalidad a la vez. Allí pasaba yo mis vacaciones de invierno y la convalecencia de las enfermedades propias de la infancia.

Únicamente las mujeres acudían a la Iglesia los domingos, y los hombres, durante la Misa, permanecían en el bar de “El Campanero” situado justo en frente. Pero el día de Jueves Santo, a la hora de los Oficios, era obligado que todo el mundo se reuniera en el pequeño templo.
Tendría yo unos diez años cuando el día señalado y junto a mi amiga Vicen -la única persona con quien me he pegado en mi vida y una de las que más quiero- decidimos no acudir a la Iglesia. Para ello, debíamos alejarnos bastante del pueblo, y así lo hicimos.
Nos dirigimos a un espeso pinar que lindaba con un campo de frutales de mi abuelo, donde en verano trepábamos a los árboles para comer albaricoques y cerezas.
Sentadas sobre unas piedras, charlábamos sobre cómo sería ser un árbol, testigo durante años y años de vidas ajenas; qué tipo nos gustaría ser y donde preferiríamos ubicarnos. Yo dije que sería un eucaliptus en la Ruta de la Seda, a ella no le dio  tiempo a hablar. De pronto, empezó a soplar el viento. Recuerdo su fuerza en mi cara y el revuelo de faldas. Se mezcló el crepitar de las ramas con un agudo silbido que nos puso los pelos de punta. Ambas pensamos: ¡Castigo divino!
Sin hablar ni mirarnos, empezamos a la vez a correr, como nunca en nuestra vida, en dirección al pueblo, y no paramos hasta que llegamos a la Iglesia, donde, en el último banco, nos arrodillamos arrepentidas.

Amparo Soler. Febrero 2014