Finales de los
sesenta, un núcleo de menos de
doscientos habitantes que, pese a su cercanía a la ciudad, no olvidaba
sus raíces de pueblo aislado de montaña extrapolado a ninguna parte por la
construcción de una presa. Casas blancas y nuevas con idéntica puerta de madera
permanentemente abierta en todas ellas, y miradas escrutadoras tras las
cortinas. Un pequeño jardín entre la acera y la calle que, cuidado por los
propios vecinos, constituía su única señal de identidad y rivalidad a la vez.
Allí pasaba yo mis vacaciones de invierno y la convalecencia de las
enfermedades propias de la infancia.
Únicamente las
mujeres acudían a la Iglesia los domingos, y los hombres, durante la Misa,
permanecían en el bar de “El Campanero” situado justo en frente. Pero el día de
Jueves Santo, a la hora de los Oficios, era obligado que todo el mundo se
reuniera en el pequeño templo.
Tendría yo unos
diez años cuando el día señalado y junto a mi amiga Vicen -la única persona con
quien me he pegado en mi vida y una de las que más quiero- decidimos no acudir
a la Iglesia. Para ello, debíamos alejarnos bastante del pueblo, y así lo
hicimos.
Nos dirigimos a
un espeso pinar que lindaba con un campo de frutales de mi abuelo, donde en
verano trepábamos a los árboles para comer albaricoques y cerezas.
Sentadas sobre
unas piedras, charlábamos sobre cómo sería ser un árbol, testigo durante años y
años de vidas ajenas; qué tipo nos gustaría ser y donde preferiríamos
ubicarnos. Yo dije que sería un eucaliptus en la Ruta de la Seda, a ella no le
dio tiempo a hablar. De pronto, empezó a
soplar el viento. Recuerdo su fuerza en mi cara y el revuelo de faldas. Se
mezcló el crepitar de las ramas con un agudo silbido que nos puso los pelos de
punta. Ambas pensamos: ¡Castigo divino!
Sin hablar ni
mirarnos, empezamos a la vez a correr, como nunca en nuestra vida, en dirección
al pueblo, y no paramos hasta que llegamos a la Iglesia, donde, en el último
banco, nos arrodillamos arrepentidas.
Amparo Soler. Febrero 2014
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