domingo, 16 de febrero de 2014

En pocas horas el pueblo quedaría desierto.

Finales de los sesenta, un núcleo de menos de   doscientos habitantes que, pese a su cercanía a la ciudad, no olvidaba sus raíces de pueblo aislado de montaña extrapolado a ninguna parte por la construcción de una presa. Casas blancas y nuevas con idéntica puerta de madera permanentemente abierta en todas ellas, y miradas escrutadoras tras las cortinas. Un pequeño jardín entre la acera y la calle que, cuidado por los propios vecinos, constituía su única señal de identidad y rivalidad a la vez. Allí pasaba yo mis vacaciones de invierno y la convalecencia de las enfermedades propias de la infancia.

Únicamente las mujeres acudían a la Iglesia los domingos, y los hombres, durante la Misa, permanecían en el bar de “El Campanero” situado justo en frente. Pero el día de Jueves Santo, a la hora de los Oficios, era obligado que todo el mundo se reuniera en el pequeño templo.
Tendría yo unos diez años cuando el día señalado y junto a mi amiga Vicen -la única persona con quien me he pegado en mi vida y una de las que más quiero- decidimos no acudir a la Iglesia. Para ello, debíamos alejarnos bastante del pueblo, y así lo hicimos.
Nos dirigimos a un espeso pinar que lindaba con un campo de frutales de mi abuelo, donde en verano trepábamos a los árboles para comer albaricoques y cerezas.
Sentadas sobre unas piedras, charlábamos sobre cómo sería ser un árbol, testigo durante años y años de vidas ajenas; qué tipo nos gustaría ser y donde preferiríamos ubicarnos. Yo dije que sería un eucaliptus en la Ruta de la Seda, a ella no le dio  tiempo a hablar. De pronto, empezó a soplar el viento. Recuerdo su fuerza en mi cara y el revuelo de faldas. Se mezcló el crepitar de las ramas con un agudo silbido que nos puso los pelos de punta. Ambas pensamos: ¡Castigo divino!
Sin hablar ni mirarnos, empezamos a la vez a correr, como nunca en nuestra vida, en dirección al pueblo, y no paramos hasta que llegamos a la Iglesia, donde, en el último banco, nos arrodillamos arrepentidas.

Amparo Soler. Febrero 2014


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