ENSUEÑO

Anoche tuve un sueño extraño. Estábamos en el jardín de una casona antigua y destartalada, bajo un gran árbol situado al fondo del patio. Era una mancha de sombra, un paréntesis de frescura, entre unas adelfas blancas y rojas y un derroche de luz.

Me miraste, muy serio, a los ojos y me ordenaste que me quitara la falda. El aire estaba preñado de aromas viejos de verano mediterráneo. Sentí, con fuerza, la magia del momento  y te obedecí. Tú seguías serio y me ordenaste quitarme la blusa. Sentí rabia: ese día había descuidado la conjunción de colores de mi ropa interior; llevaba unas braguitas oscuras y una camiseta ligera, con tirantes, de color blanco.

Entonces, sacaste unos zapatos enormes de una bolsa. Eran negros y brillantes y, no se por qué, me parecieron de cura castrense. También me ordenaste ponérmelos, mientras me colocabas un antifaz con forma de ojos de gato y bigotes. Me encontraba un poco ridícula y extrañada. Entonces te vi sonreír y sonreí feliz.

De repente, comenzó a soplar un viento fresco y la luz fue cambiando con rapidez el decorado del jardín: del color miel al ámbar y al anaranjado; luego el gris, gris azulado y marengo, casi negro. Las nubes formaban una panza oscura y enorme sobre nuestro círculo mágico, dejando pasar por los extremos algo de luz. Esa luz intrusa, produjo reflejos dorados sobre nuestros cuerpos y, aunque amenazadores, eran muy bellos. Sonó un estallido estremecedor y el cielo se llenó de varices eléctricas. Yo me asusté y corrí a tus brazos.

Luego acabó todo y nos llenamos de caricias. La electricidad había pasado de las nubes a nuestra piel. Nos emborrachamos con el olor de la tormenta: la tierra húmeda, la hierbaluisa y nuestro olor. Y pasaron siglos y seguimos abrazados bajo el cobijo de nuestro testigo mudo, porque allí el tiempo se detuvo en un instante para siempre.

Cruz Ferrando