El tiempo detenido
Cuatro amigos se habían reunido en la
terraza de un bar de barrio. Era una tarde primaveral y estaban tomándose unas
cervezas, viendo pasar perezosamente la tarde. Llevaban un buen rato bebiendo,
hablando, fumando. Las conversaciones de los jóvenes eran más encendidas
conforme avanzaban las horas. Hablaban sobre milagros, viajes, incluso de
percances cotidianos que nos hacen pensar en la estupidez y fragilidad humana.
Pepe aprovechó el silencio que proporcionó el momento en que sus amigos tomaron
sus cervezas para intervenir en la tertulia: amigos míos, creo en los milagros,
si, de verdad -afirmaba con vehemencia y seguridad-. No os lo vais a creer pero
he presenciado una escena milagrosa. De esas que recuerdas toda la vida.
Ocurrió casi al final de la carrera. Mi tia Otilia me dio la referencia de un
director de cine que nació en Valencia pero había estado viviendo toda la vida
aquí en Madrid. Me puse en contacto con él y fui a visitarle a su estudio.
Estaba finalizando el rodaje de la película Slugs,
muerte viscosa. Iban a filmar el
plano de los títulos de créditos iniciales y finales el día que lo conocí y recuerdo
el estudio cinematográfico; se encontraba en Aluche. Cuando pulsé el timbre me
presenté y acto seguido acudí a su despacho, pero entre la puerta de entrada y
la oficina habían unas escaleras algo pronunciadas y oscuras. Sin embargo, al
poco de superar los primeros peldaños
se encendió la luz y me di cuenta que en el otro extremo apareció una joven y
bella mujer cuyo rostro me resultaba familiar. A medida que íbamos
acercándonos, no daba crédito a lo que estaba viendo: reconocía el rostro de
Silvana Mangano con apenas veintipocos años. En el momento de cruzarnos ella
sonrió y tuve la fuerte sensación de que el tiempo se había detenido. La imagen
imborrable de ese efímero instante aún permanece viva en mi memoria. No fue una
alucinación, sino algo muy real, un verdadero milagro vinculado a la genética: era
la hija de Silvana Mangano que estaba casada con el productor de la película de
Juan Piquer.
De pronto los
amigos se quedaron mudos al escuchar la historia de Pepe. Estaban cautivados
por la anécdota, pero Paco reaccionó frente al largo silencio y comenzó a
contarles un suceso mucho más prosaico: me encontraba en Coimbra, en las
proximidades de la zona universitaria, al pie de la popular Rua Quebrantacostas. El propietario de
un bar me había comentado que por ese lugar iba a encontrar a estudiantes y
ello me aseguraba un ambiente festivo. El hombre dijo que donde me encontraba era
el camino más directo y corto. Así pues, me dispuse a subir las escaleras de
aquella calle angosta. Solo cuando llevaba apenas cincuenta metros pude
comprender porqué se llamaba así aquel lugar. El pulso lo tenía a mil, la
lengua estaba a punto de caer al suelo, los lumbares cantaban soleares y las
piernas temblaban debido a la acusada pendiente que ofrecían aquellos escalones
hostiles. Tuve que detenerme y comprobar que no pasaba nadie, lo cual me hacía
pensar que había hecho el primo.
En este punto del
relato los amigos de Paco empezaron a reirse y escanciaron sus refrescos. Antes
de que su historia muriese por la anarquía que deparaba la tertulia Paco
decidió acabar la anécdota: me sentía estúpido, enojado por subir aquellas
escaleras asesinas, pero me había obcecado en subirlas y os puedo asegurar que
nunca me había costado tanto. Cada veinte metros estaba obligado a detenerme y recuperar
el aliento. Al final logré llegar a las facultades, pero no había nadie…Roberto
le interrumpió en este punto y espetó a Paco: más te vale... ¿pero qué tiene
que ver con la historia de Pepe? A lo que respondió aquél entre sorprendido y
extrañado por la pregunta: pues no lo sé muy bien... la verdad... tal vez
porque como él ha contado un instante que fue a la vez eterno y efímero...pues
eso...subir por aquél lugar endemoniado me resultó una eternidad...
Juan dejó la
cerveza sobre la mesa y se animó a entrar en la conversación: a mí sí que me
pasó una estupidez, Paco, y comenzó el suceso en un centro comercial. Subía por
unas escaleras mecánicas atestadas de gente. Iba a mi casa mientras jugaba con
el móvil. De pronto me entraron ganas de orinar y estaba poniéndome nervioso, movía
sin parar los pies para procurar retener mis necesidades. En el sentido
contrario de las escaleras bajaba una antigua y querida amiga. Fue ella quien
advirtió mi presencia. Saludó efusivamente mientras yo seguía subiendo. Alcé la
mano en respuesta a su saludo, pero estaba dudando si continur mi camino o
intercambiar unas palabras con ella. Finalmente decidí acercarme para hablar
unos pocos minutos ya que hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto y esas
ocasiones se presentan solo una vez en la vida. Al término de mi ascenso ella
se encontraba en la planta inferior, asi que tuve que bajar por las escaleras mecánicas
sin parar de dar pequeños saltitos porque el apremio era cada vez mayor, la
vejiga daba serios avisos de mis apremiantes exigencias fisiológicas.
La chica se quedó extrañada de mis movimentos oscilantes pero no llegó a preguntarme nada pues cuando llegué a su altura comenzamos a ponernos al día de nuestras vidas. Durante la conversación traté de contenerme y mis ojos devoraban el rostro despejado y dulce de la chica. De pronto sonó el móvil de ella y estuve esperando estoicamente a que concluyera la conversación telefónica para cerrar nuestro encuentro. En ese momento comenzaba a sudar por la frente y las manos. De manera disimulada trataba de doblar el cuerpo para contener la micción. La joven era ajena a mi incómoda circunstancia y seguía con su comunicación banal mientras hacía denodados esfuerzos por evitar una pronta evacuación. Un par de minutos más tarde la chica retomó el punto en que nos habíamos quedado. No paraba de preguntarme cosas: si ya había acabado la carrera o trabajaba, si me había emancipado, si tenía novia... Sentía curiosidad por saber de mi vida y como no era mi propósito decepcionarla procuré satisfacer sus demandas. Poco después, cuando consideré oportuno concluir, salí como alma lleva al diablo de aquel lugar. A los cinco minutos me encontraba en mi casa. Subí por el ascensor, atravesé precipitadamente el pasillo que conducía al lavabo y me iba desabrochando el cinturón de los vaqueros. Incluso traté de bajarme los calzoncillos, pero todo ello fue un esfuerzo vano pues no llegué a tiempo: se había producido el desbordamiento fluvial frente al excusado. Fue el momento más estúpido y frágil de mi vida. En ese instante Juan había bajado la cabeza y los amigos se miraban unos a otros sin saber si reírse o no cuando terminó de contar su historia. El cuarto contertulio, Manolo, decidió romper el silencio y pedir otra ronda de cervezas con el fin de seguir aquella tertulia que discurría por caprichosos vericuetos en medio de una tarde perezosa donde el tiempo se había detenido para los cuatro amigos.
La chica se quedó extrañada de mis movimentos oscilantes pero no llegó a preguntarme nada pues cuando llegué a su altura comenzamos a ponernos al día de nuestras vidas. Durante la conversación traté de contenerme y mis ojos devoraban el rostro despejado y dulce de la chica. De pronto sonó el móvil de ella y estuve esperando estoicamente a que concluyera la conversación telefónica para cerrar nuestro encuentro. En ese momento comenzaba a sudar por la frente y las manos. De manera disimulada trataba de doblar el cuerpo para contener la micción. La joven era ajena a mi incómoda circunstancia y seguía con su comunicación banal mientras hacía denodados esfuerzos por evitar una pronta evacuación. Un par de minutos más tarde la chica retomó el punto en que nos habíamos quedado. No paraba de preguntarme cosas: si ya había acabado la carrera o trabajaba, si me había emancipado, si tenía novia... Sentía curiosidad por saber de mi vida y como no era mi propósito decepcionarla procuré satisfacer sus demandas. Poco después, cuando consideré oportuno concluir, salí como alma lleva al diablo de aquel lugar. A los cinco minutos me encontraba en mi casa. Subí por el ascensor, atravesé precipitadamente el pasillo que conducía al lavabo y me iba desabrochando el cinturón de los vaqueros. Incluso traté de bajarme los calzoncillos, pero todo ello fue un esfuerzo vano pues no llegué a tiempo: se había producido el desbordamiento fluvial frente al excusado. Fue el momento más estúpido y frágil de mi vida. En ese instante Juan había bajado la cabeza y los amigos se miraban unos a otros sin saber si reírse o no cuando terminó de contar su historia. El cuarto contertulio, Manolo, decidió romper el silencio y pedir otra ronda de cervezas con el fin de seguir aquella tertulia que discurría por caprichosos vericuetos en medio de una tarde perezosa donde el tiempo se había detenido para los cuatro amigos.
Pablo Ferrando
Covilhã,
22 de marzo, 2014.
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