domingo, 23 de marzo de 2014


LA ESCALERA

En aquellos tiempos, era costumbre que los niños durmieran la siesta, hiciera falta o no. No habían inventado la televisión y los chavales aguantaban muy mal el sopor de la comida en aquellas tardes de estío, con más de treinta y cinco grados a la sombra. Además, según dijo alguien sabio, “jamás ha habido un niño tan adorable que la madre no quiera poner a dormir”.
En la casa de las afueras del pueblo, donde pasábamos el verano, el dormitorio durante dicha estación estaba situado en la parte norte de la casa, bajo el granero donde se llenaba la estancia, durante esos meses, con parte de las cosechas que se iban recolectando a lo largo del verano. Un diezmo de los sacos de harina obtenidos tras la trilla en las eras junto a la cooperativa y su posterior molienda. Tarros con conservas de tomate cultivados en la pequeña huerta que había en la parte trasera de la casa. Las sobras de los pocos fiambres que aún quedaban de todos los obtenidos en la matanza del invierno anterior. También se guardaban los tarros con la escasa miel que mi abuelo recolectaba de unos limitados panales de madera que permanecían en un campo con plantas aromáticas tales como el espliego y la manzanilla que existía al este de la casa. El final de las vacaciones lo revelaban las panochas, que se colgaban durante el mes de septiembre para la comida de todo el año para las gallinas del corral y los días de fiesta que nos hacían como algo extraordinario las palomitas de maíz. Los dormitorios de invierno estaban en el ala antigua de la casa, que había sido la vivienda original, dando a poniente, justo arriba de las cuadras de los animales de labranza.
La habitación donde dormíamos hasta seis nietos de los muchos que tuvieron mis abuelos tenía una única ventana, que se cerraba con una contraventana de tablones de madera, tan resecos los maderos que estaban separados varios centímetros los unos de los otros, por donde entraban a raudales los rayos de sol, dejando la habitación en una transparente penumbra.


Una tarde, cuando mis compañeros de descanso se hubieron dormido, yo me entretuve en imaginar figuras siniestras en las sombras recreadas por los rayos del sol que penetraban a través de las aberturas de las contraventanas. De pronto contemplé algo inusitado: una figura inquietante, casi una sombra, subió por la escalera del pasillo que se podía contemplar una vez que hubieran dejado abierta la puerta del dormitorio. La escalera en cuestión comenzaba su ascensión en la planta baja, junto a la cocina de los caseros y tenía la forma de “U”, con un tramo recto por cada piso y una variación en ángulo de 180 grados al girar camino del piso siguiente. En la planta baja estaba, como se ha dicho, la cocina de los caseros, que consistía en un rectángulo de cuatro por tres metros, a un lado largo una ventana que daba al corral, en el lado de enfrente un banco de obra corrido bajo el cual se guardaban los utensilios de cocinar y al fondo una chimenea muy rústica en la que se incorpora un trípode de hierro para guisar. A un lado d ela chimenea, en un mostrador medio hundido en la pared, se guardaban los frascos de harina, aceite, sal y demás condimentos culinarios. En el primer piso se encontraban las habitaciones. El dormitorio que estaba frente a la escalera era el nuestro. Como se ha comentado con anterioridad, el tercer piso hacía las veces de granero y de desván, donde se guardaban todos los cachivaches que no se había sabido desprenderse.
Desde mi cama se podía contemplar la escalera de obra, totalmente pintada de cal, excepto la parte superior que, semejando a un pasamanos de madera, se había pintado de marrón. Como en el rellano del piso, la escalera cambiaba de dirección mediante un giro de 180 grados, se podían contemplar los últimos escalones del tramo inferior y la primera decena del trayecto que subía hacia el desván. Aseguraría que una sombra ascendía hacia allí. No me atraía la idea de subir para cerciorarme de ello. Hacía pocos días había visto en el cine del pueblo la película “Marcelino, pan y vino” y no quería encontrarme a otro personaje como el de Cristo en el film, que al final de la historia, le llamen como le quieran llamar al luctuoso suceso, hace morir a Pablito-Marcelino. Además, el verano anterior, Perico, el hijo mayor de los caseros, había cazado una culebra en esa escalera. Dijeron que se arrastraba en busca de la comida que había en el desván. Nunca quedó muy claro el hecho. Me temo que se lo inventaron para que no subiéramos a coger la comida almacenada. Ya se sabe que la miel atrae a las moscas y a la glotonería de los niños.
Me llené de valor, salté de la cama vestido únicamente con el pequeño camisón de algodón que usábamos a guisa de pijama y subí el último tramo de la escalera. Abrí con cuidado la puerta del desván y, proveniente  del ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo, oíase el arpa. ¿O sólo veíase? Comencé a dudar sobre dicha disensión, tanto que el cuerpo se me llenó de sudor, empapando el camisón. Tenía un pequeño problema de comprensión, dado que no sabía a ciencia cierta si escuchaba el arpa o únicamente la veía. Mientras intentaba saber si era mi sentido visual o el auditivo quien reconocía el arpa, me pareció ver cómo se arrastraba hasta el chorizo cantimpalo que colgaba del techo una culebra de un tamaño más que regular, casi como el de una víbora cuya camisa habíamos descubierto junto al pozo que hay camino a  la era. Esta vez era cierto que rondaba un nauseabundo réptil, no como los embustes de Perico para que no subiéramos a darnos un festín de fiambre y miel.
¿Cómo conocí la verdad? Lo que me ocurría, ¿era encantamiento o realidad? ¿Escuchaba la música? ¿Veía el arpa? Dudo que nunca lo sabré. En ese momento de confusión sobre si veía o escuchaba el arpa, a punto de conocer la verdad verídica, desperté del encantamiento a que me había sumido el Señor de las alucinaciones cuando Angelines, la hija de la casera, entró en nuestra habitación para informarnos que la merienda (pan untado con leche condensada y medio bollo de chocolate) estaba preparada en el banco corrido de la cocina. Había que darse prisa. Si tardabas demasiado algún primo se quedaba con tu merienda, aunque luego le echaban la culpa a Titán, el braco alemán que acompañaba a cazar al abuelo. 


Ignacio Cort



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