domingo, 23 de marzo de 2014

La Escalera

Escribía Don Marcelino Mendes Covadonga en el cuarto tomo de su „Introducción al estudio de la escalera” que el verdadero valor intrínseco de este objeto aparentemente sencillo y humilde sólo se revela en toda su magnitud si lo analizamos dentro de su propio campo cognitivo, comparándolo con los demás medios de desplazamiento y transporte, tanto activos como pasivos, entendiéndose por medio activo en este contexto p. ej. una locomotora, una carretilla elevadora, un trineo etc., mientras que pertenecen al segundo grupo, entre otros, un puente del AVE, la pista de aterrizaje de Castellón o precisamente una simple escalera, es decir todos aquellos objetos que sin moverse ellos mismos, posibilitan el movimiento de personas y cosas.


Ahora bien, lo que destaca a la escalera entre sus numerosos rivales transportadores es su alto destino, su orientación vertical, aquella firme mirada hacia arriba que ha sido el objetivo permanentemente perseguido por la evolución del ser humano hasta el alzamiento generalizado del homo erectus igualado por la femina erecta. Es muy probable, por lo tanto, que la escalera como símbolo visible de la idea divina de un movimiento sábiamente dirigido estuviese ya presente en la mente de Dios antes del Big-Bang. De hecho, la creación en su sentido teológico, tal y como quedó plasmado en la Divina Commedia, puede interpretarse como eterna llamada a la autosuperación y ascensión facilitada precisamente por una escalera celeste, tan inefable como ubicua, y cuya existencia atestigua Sandro Botticelli en sus impactantes dibujos, comentando la obra de Dante. Sí, la misma Santa Biblia, mediante el sueño de Jacob, nos enseña en el capítulo 28 de Génesis que lo que nos acerca a los ángeles y al mismísimo Dios del amor no es un helicóptero ni un funicular ni siquiera un ascensor, sino una modesta y sumisa escalera.


Aunque se trate sólo de un débil reflejo del amor divino, ´habrá que señalar aquí que hasta el pobre amor terrenal puede ser enriquecido por el uso de una escalera, por muy simple que sea. Cualquier Bávaro mínimamente ducho en el folclore alpino sabe por ejemplo que la tradicional actividad amorosa que podría traducirse como “Ventanear” es inviable sin los comprensivos peldaños de una escalera que permiten al ansioso amante entrar por la ventana a la habitación de la moza sin ser visto por otros miembros de la familia.

No cabe duda que fue el gran clásico alemán Johann Wolfgang von Goethe quien erigió el monumento más perfecto y conmovedor a la gloria de la escalera, en las palabras finales de su Fausto II, donde el coro proclama que lo eternamente femenino nos eleva, callándose debidamente ante la presencia implícita y mística de la escalera celeste, también eternamente elevadora y femenina.

Gerhard Ackermann

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